En pocas horas estaremos entrando al año en el que la nueva etapa de la democracia cumplirá sus primeros 40. Lo hará viendo que la Argentina lo atraviesa en pésimas condiciones; como diría el gardeliano tango “Milonguita”: los hombres le han hecho mal. Es que en el camino no se verificó aquello que alguien del norte sugirió: que al establecer un Gobierno para ser administrado por hombres sobre hombres, la mayor dificultad reside en que primero es preciso capacitar al Gobierno para controlar a los gobernados, y en segundo lugar, obligarlo a que se controle a sí mismo (James Madison, cuarto presidente de los EEUU, considerado el padre de la Constitución estadounidense).

No es que hayan sido años de descontrol cívico, la democracia como tal se fortaleció desde 1983 a la fecha con votaciones cada dos años, con elecciones de autoridades nacionales y provinciales, de los llamados representantes del pueblo. En un sentido práctico, como sistema de gobierno y de vida en una comunidad organizada, se fortaleció; aún más después de que las frustradas acciones de los “carapintadas” quedaran reducidas a una desagradable anécdota histórica, sepultadas bajo la movilización y el convencimiento popular de que la democracia ya era intocable, pétrea. No se la podía golpear más. Nunca más.

Pero sí hubo descontroles, la de algunos pícaros que le encontraron resquicios al sistema y al que debilitaron para fortalecerse ellos; o bien para enriquecerse a costa de no asegurar el bienestar general sino el propio. Sí, a la democracia, en estos 39 años, los hombres le han hecho mal. Sin embargo, en 2023, mañana nomás, se recurrirá nuevamente a la mejor forma de garantizar la vigencia de la democracia: la de pedir la opinión del pueblo sobre quién quiere que los gobierne.

Hasta allí llega la participación del ciudadano, en elegir, y no siempre a los mejores, no siempre a los más virtuosos, no siempre a los más honestos; el pueblo no siempre acierta -o se equivoca, como se desliza-, pero no es por culpa propia, sino porque los elegidos son los que luego les fallan. Fallan porque sucumben a las mieles del poder, a las luces de las ciudades, a los privilegios y beneficios que obtienen. Prometen y no cumplen.

En suma, porque -siguiendo aquella expresión de Madison-, se descontrolan desde la conducción, abusan de las ventajas que obtienen, se enamoran del poder y, como consecuencia, osan enriquecerse a la sombra de las debilidades que descubren en el funcionamiento del Estado. Claro, las desviaciones de las conductas no se acotan en las culpas de la dirigencia política con responsabilidades públicas, sino también que alcanza a aquellos que obtienen beneficios sectoriales -corporativas, dirían algunos- manejando a políticos y, por qué no, a integrantes de la Justicia. Hacete amigo del juez.

En cuanto a abusar de las debilidades que permite el sistema -como la de hacer leyes pensando mas en la trampa-, nadie es inocente; la lista de culpables es larga. Caso contrario, la democracia estaría presta a festejar los 40 como corresponde, pero no, porque los que deben sostenerla, defenderla y consolidarla no hicieron bien sus deberes. Baste repasar los índices sociales y económicos para advertir el grave deterioro del país, donde casi la mitad de los argentinos viven en condicione de pobreza. Nadie puede mirar para otro lado.

No es como para celebrar demasiado. Únicamente cabe aplaudir que la democracia sigue creciendo y afianzándose voto a voto, paso a paso; pero como en estos tiempos se dice que los 40 de hoy son los 20 de ayer, se diría que la democracia soporta características adolescentes, una etapa de la vida donde las irresponsabilidades siempre ganan espacio.

Esa irresponsabilidad deben asumirla todos aquellos que pasaron por la función pública enancados sobre la voluntad popular, sobre los que les creyeron y los que les confiaron los destinos del país y de la provincia para que les garantizaran el bienestar general con desarrollo y crecimiento.

Sin embargo, lo común y tribunero es sostener que la dirigencia que ocupó cargos públicos se preocupó más por sí misma, por la tranquilidad de sus familiares y la de sus amistades, para acomodarlos y otorgarles privilegios especiales. Algunos hablan de testaferros.

En ese marco, nadie se salva de la mirada crítica de la sociedad, ni políticos, ni empresarios, ni jueces, ni periodistas. Nadie. No falló la democracia, le fallaron los hombres que debieron enriquecerla con imaginación, desinterés, solidaridad, virtuosismo y honestidad. Parafraseando a Madison, no se autocontrolaron, no supieron hacerlo o bien no quisieron.

Y 2023, otra vez, es año de elecciones, de regreso a las urnas. Nuevamente los argentinos están llamados a elegir entre varias ofertas electorales, las que crean que les harán cambiar la vida para mejor. ¿Hay quiénes le puedan asegurar esa situación a la ciudadanía? ¿O será más de lo mismo? Un tobogán hacia la decadencia permanente.

Que la democracia cumpla 40 años debería hacer reflexionar a más de uno, a los que quieren conducir y a los que serán conducidos; frenar, mirar hacia atrás y pensar qué se hizo mal para que estemos como estamos, cada vez con peores índices sociales y económicos. Hay culpables, unos con más responsabilidad que otros, nadie le escapa a ese sayo.

Lo lamentable es que los que tienen que arreglar los desaguisados que dejan los otros se limitan a echar culpas y a ahondar la crisis. Es la salida fácil. Los culpables son los otros, los otros deben autocriticarse, los otros deben asumir los costos de sus actos, los otros son los corruptos, los otros deberían estar presos, los otros son los inútiles, los otros no son patriotas, los otros son los cipayos, los otros son agentes de los poderes hegemónicos; los buenos siempre están de este lado, del otro sólo se juntan los malos.

Pero lo trágico es que todos se miran en el mismo espejo, son el reflejo del otro al cual critican; aunque no hay voluntad de reconocerse como iguales, adversarios, no admiten que como iguales tendrán algo que ceder para asegurar la calma social y consensuar un programa de crecimiento y de desarrollo.

Sin embargo, no quieren esa mesa común, imponen el derecho de admisión, creyéndose mejores que el resto y, por lo tanto, superiores a esos indignos que los enfrentan. Esos son los que la sociedad no debería votar, sino darle la espalda. Y escracharlos por ser los que están en la otra vereda. Los equivocados. Un drama.

Todos son expertos en diagnósticos, en decir qué hacen mal los otros -porque los otros son los que cometen todos los errores y los que realizan todas las maldades-; mencionar un aspecto bueno no sirve a los propósitos de degradar al enemigo. ¿Elogiar al adversario? Ni ahí, el manual de la grieta lo prohibe; y en ese texto abrevan todos, lo memorizan y son fieles practicantes. Devotos de la grieta; los agrietados, una clase especial de políticos que jamás encuentran puntos en común con ese otro. Es más, no lo quieren hallar, el manual excluye esa alternativa. Pecadores, jamás.

Esa es la conducta más fácil, la del negocio de la grieta, la del ellos y el nosotros, el del esfuerzo por imponer el propio relato a como dé lugar. Todo eso se potenciará a partir de mañana, en el año electoral que empieza, porque se acentuarán deliberadamente las diferencias.

O sea, al acto trascendental que revaloriza y fortalece a la democracia, como lo es el de votar, se lo debilita con la práctica de apostar a grieta como negocio para obtener adhesiones. La fórmula se reduce a: no vote al otro, es peor. La grieta como método para dividir es lo más práctico y sencillo que encontró la dirigencia política para tratar de imponerse por sobre el adversario. ¿Programas?, ¿propuestas?, ¿planes de acción? La de otros son peores; es la consigna, existan o no. Los otros son peores, malos, antidemocráticos, golpistas y corruptos. Sin tercera posición, o moderación de por medio.

Es decir, todos ingresan a 2023 poniendo a punto la “agrietoneta”, esa máquina política que pusieron de moda este siglo. Y la aceitan y cuidan como si fuera el único medio de movilizarse. En el fondo no se atreven a mostrarse conduciendo otra cosa, porque le temen a la opinión de sus fanáticos, a los que alimentan con sus discursos, ¿de odio? En el fondo son cobardes porque no tienen la grandeza de tratar de adversarios a los que llaman enemigos.

La democracia cumplirá 40 años en 2023, pero la dirigencia política, en vez de madurar, ha resuelto mantenerse en una etapa de irracionalidad peligrosa, donde entienden que el éxito es tal si se logra poner de rodillas y degradar al adversario. En suma, pasarle al lado con la agrietoneta gritándole en la cara al contrincante lo malo que es. Feliz año 40 de la democracia.